por LUIS MIRANDAABCCORDOBA
«Murió en mayo. Flotaban en la fuente los últimos azahares». Pablo García Baena terminaba con estos versos un poema que dedicaba a un pintor que «era sólo su ciudad y le bastaba». En mayo, un día 10 de hace 84 años Córdoba despidió a algo más que a un gran creador, porque Julio Romero de Torres representaba de alguna forma en la alma en los pinceles y los lienzos de la ciudad, y no sólo porque pusiese las iglesias y rincones como paisaje.
La ciudad no recordaba, ni quizá volvió a vivir, un pesar tan hondo ni una tristeza tan compartida. Sin cumplir los 56 años, una enfermedad hepática se llevó a uno de los pintores más personales y poéticos de aquellas primeras décadas del siglo XX, un autor que había sabido plasmar un mundo de símbolos, misterio, tragedia y erotismo en sus obras. El mismo pintor parecía haberlo prefigurado en una de sus obras de juventud, «Mira qué bonita era», donde una figura se muestra consternada por la muerte. La ciudad imitó al arte aquel día.
Julio Romero de Torres había regresado de Madrid, donde se había codeado con los intelectuales y escritores más prestigiosos de su tiempo, y trabajaba en Córdoba en obras que le seguirían inmortalizando, sobre todo en las capas más populares. De 1929 son las obras para las que posó María Teresa López, entre ellas «Chiquita piconera» y «Fuensanta». Poco después enfermó y murió, el 10 de mayo de 1930. Dicen las crónicas que no hubo en Córdoba quien no le llorara. Las tiendas, los cafés y las tabernas cerraron aquel día. Se contaron por miles los cordobeses sencillos que fueron a la antigua capilla del Hospital de la Caridad, entonces y ahora Museo Provincial de Bellas Artes, junto a su casa, para llorar ante el cadáver del autor de «Poema de Córdoba» o «La gracia».
Muchas de las casas por las que pasó mostraban colgaduras negras en señal de luto sin que hiciera falta que ninguna institución lo dijese. El Ayuntamiento de Córdoba, que asistió en pleno al entierro, costeó los gastos del funeral. El entonces alcalde, Rafael Jiménez, depositó un beso en la frente inerte del pintor y también se sumaron la Diputación y el ministro de Justicia, que representaba al rey Alfonso XIII. Fueron también miles quienes esperaron en las calles para verlo pasar y despedirse de él.
La muerte de Julio Romero de Torres unió a las clases sociales, algo propio de un intelectual de talante liberal, ilustrado y filántropo. Se cuenta los filiados a la Unión General de Trabajadores acudieron en traje de faena, porque para ellos era la muerte de un gran trabajador. La nobleza y el clero unieron sus enseñas con las banderas de los partidos y los sindicatos en una manifestación pacífica de dolor. El féretro fue a hombros a la Catedral para el funeral y de allí a la plaza de Capuchinos, para despedirse de la Virgen de los Dolores. Allí un violinista interpretó como oración fúnebre la «Reverie» de Robert Schumann.
A Julio Romero de Torres lo enterraron en un terreno que el Ayuntamiento donó en el cementerio de San Rafael, donde hoy sigue y donde no le faltan flores cada poco tiempo. Al poco su familia cedió a la ciudad las obras, una cuarta parte de todo su trabajo, que hoy está en el museo que lleva su nombre.
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