jueves, 5 de junio de 2014

RAFAEL MERENGUE: "La Córdoba flamenca estaba medio muerta, había mucha afición pero poquísimos artistas"






ENTREVISTADO EN DIARIO CÓRDOBA POR ROSA LUQUE


Ha repartido su vida entre los escenarios de medio mundo --con más kilómetros hechos que el baúl de la Piquer-- y el estudio instalado en su casa de la calle Isabel Losa, en Santa Marina, donde ha formado a todo el que hoy es alguien en el mundo de la guitarra cordobesa. Una doble faceta, la de la actuación de cara al público y la de la enseñanza, que en el caso de Rafael Rodríguez Fernández, nacido para el flamenco como Merengue de Córdoba, han discurrido siempre a la par, "en paralelo, como las vías del tren", explica. Y en paralelo fue también desarrollando una intensa carrera artística junto a su mujer, la bailaora Concha Calero, ya retirada de las tablas. Merengue no, pues aunque se jubiló oficialmente de los escenarios en el 2007, sigue acudiendo puntual a su tablao El Cardenal, en el que aparte de supervisar el negocio se arranca a tocar cada noche con el entusiasmo de un principiante. "Lo haré --proclama-- hasta que el cuerpo aguante".


--Pudo haber sido una primera figura de las seis cuerdas, pero en lugar de hacer su carrera en solitario optó por la guitarra de acompañamiento. ¿Le ha pesado?


--No me ha pesado en absoluto. La respuesta la tengo en el alumnaje (sic) tan extraordinario que he tenido. Figuras salidas de mi estudio, todos ellos ya profesores, hacen que me sienta muy desarrollado como artista. Mi concepto era que yo iba como cabeza de escenario llevando siempre a dos o tres alumnos para dar a la juventud esa oportunidad que tiene que tener.

--¿Dónde está la clave de un buen acompañamiento de guitarra? Además, claro, de en no tener un ego muy subido.

--La clave está en saber escuchar y entender un poquito del arte, sin ir nunca delante del cante sino detrás. Y, para no estorbar al cante, muchos silencios, que son de las cosas más importantes que tiene la música. Y que cada uno sepa lo que es un ritmo, si es soleá, si es bulería, petenera o fandango. A mí me ha gustado mucho tocar por Levante y por soleá. Pero todos los toques son maravillosos, a cualquier cosa, a una farruca, a un garrotín, a una colombiana... a todo se le puede sacar partido.

--Y usted lo ha hecho a su manera, que dicen que está llena de sentimiento.

--Hombre, yo he aportado un poquito de todas las escuelas que me metí en la cabeza, empezando por Ramón Montoya, mi maestro, y siguiendo por Niño Ricardo, Sabicas y los tres novedosos que eran Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar y Víctor Monje Serranito .

Ha compartido tablas con grandes como Fosforito, Antonio Mairena, Valderrama y miles de artistas de varias generaciones, con muchos de los cuales --incluidos el maestro Rodrigo, Carmen Sevilla o María Dolores Pradera, por solo citar algunos nombres-- aparece retratado en la interminable galería de fotos que empapela las paredes de la taberna La Fuenseca, donde nos cita para la entrevista. La elección no es casual, ya que en este viejo templo del vino, la tertulia y el flamenco se venera la figura de Merengue, al que tiene dedicada una peña. Y aunque Rafael Rodríguez es hombre sencillo, llanote y de vuelta de casi todo --con una risa fácil que hace de contrapunto a esa mirada triste a la que nada se le escapa--, tiene su corazoncito, que en los últimos años no para de nutrir con los homenajes que le llueven.

--¿Cómo se ha llevado con las figuras del espectáculo con las que ha trabajado?

--Estupendamente con todas. Con algunas me he sentido muy apoyado, como el caso de Fosforito, que confió en mí cuando yo empezaba, y le estoy muy agradecido. También al gran maestro Luis de Córdoba, del que fui pareja flamenca mucho tiempo; he trabajado también mucho con Calixto Sánchez y con Meneses. Es que he estado con todos, sin ningún problema. Y desde que estoy en los tablaos contrato a gente que va aprendiendo a cantar para bailar, que esa es la verdadera carrera de un cantaor.

--En tantos años sobre las tablas y viajando de un escenario a otro le habrá pasado de todo.

--¡Uy! Tengo dos millones de anécdotas, algunas de susto y no precisamente sobre el escenario. Hace unos siete años, en los cursos internacionales, salimos de Tijuana, en México, el cantaor Rafael El Churumbaque , mi hija mayor, Desirée, que es bailaora, y yo, camino del desierto de Mexicali, donde está la valla de separación de Estados Unidos, y nos para una guerrilla. No sabíamos dónde meternos; menos mal que venía un representante con nosotros, pero me registraron hasta la guitarra. Otra vez, al poco de acabar la guerra de Yugoslavia, salíamos de Zagreb los tres también, nos subimos en un tren, sacamos nuestros macutillos para comer algo --recuerda partido de risa-- y de pronto entran unos hombres armados hasta las cejas y figúrate... Gesticulábamos y yo sacaba la guitarra para que vieran que éramos artistas. No veas el miedo que pasamos.

--Pero también le habrán pasado cosas buenas.

--Todo ha sido bueno. En París, en Bruselas, en Amberes... En 52 años de trayectoria puedo decir que nada me ha salido mal en la vida. Nunca hemos tenido un fracaso, hemos vuelto a todos los sitios, lo que quiere decir que hemos gustado la primera vez.

--Cuando habla en plural imagino que se refiere al tándem Merengue de Córdoba/Concha Calero, su mujer, ¿no?

--También. Yo llevo 52 años abrazado a la guitarra y abrazado a mi mujer 44 --bromea con ese gracejo natural del que está dotado, aunque de primeras su semblante sea más bien serio--. Ella es muy temperamental, una maravilla de mujer a la que le gusta lo bien hecho. Nos hemos llevado muy bien, aunque claro, el que paga los platos rotos es quien lleva el tejemaneje del escenario, de los focos, de un cantaor que no llega...

Se conocen desde niños, porque el padre de la bailaora, que era camarero, trabajaba con el de Merengue (hasta su esposa lo llama así), que era propietario de los quioscos San Rafael y Molino Rojo, dos locales ya desaparecidos que estaban en los jardines de la Victoria. En realidad este empresario que antes había regentado el tablao del Zoco, Antonio Romera, era el segundo padre para Rafael, porque el biológico, chófer de profesión, falleció cuando él tenía cinco años, y su madre volvió a casarse. "Mi madre, Enriqueta, limpiaba para el Ayuntamiento, entre otros sitios en el Zoco Municipal --dice--. Cuando murió mi padre nos quedamos tan desamparados que a tres de los cinco hermanos nos metieron en el Hospicio Santa Rosa, que era del Auxilio Social y estaba en la calle Los Manríquez".

--Entonces no tendrá muy buenos recuerdos de su infancia.

--De esa época no. Yo nací en el barrio de Santiago, y con un año pasamos a la calle Judíos 17, una de las mayores casas de vecinos de Córdoba, que llamaban la Casa de los Carros, por los que aparcaban en lo que hoy es el patio del Museo Taurino y en la plaza de las Bulas. Sobre el solar de esa casa se levantó luego el Zoco Municipal. Jugábamos en pleno campo, en lo que luego fue la calle Cairuán, por donde pasaba un arroyo, y en la Puerta Almodóvar. Era un barrio muy pobre, con muy poquito turismo todavía, aunque alguno llegaba a la Sinagoga, pero no le dábamos importancia a lo que era aquello. En Córdoba no le dábamos importancia a nada.

--Así que cuando lo metieron en el hospicio no cambió de barrio, aunque supongo que sí de vida. ¿Cómo le fue allí?

--Nos fue muy mal. Muy mal en las comidas, llegamos a odiar el queso amarillo y la leche en polvo de los americanos; nos comíamos hasta lo blanquito de las cáscaras de naranja. Y muy mal la sanidad y todo. Pero tuve habilidad, me aprendí la misa en latín y enseguida me hice monaguillo y me ponía morao de recortes de hostias que me mandaban a comprar al convento del Buen Pastor --ríe a carcajada limpia--. Tenía la suerte de salir a las seis de la mañana para ayudar a misa en San Pedro Alcántara y en la sacristía de la Catedral. Y entonces podía escaparme un momentito para ver a mi madre, y lo mismo me daba un bocadillo.

--Quién le iba a decir entonces que pocos años después estaría cosechando aplausos en el tablao de ese Zoco que antes había sido su vivienda.

--Eso fue después. Antes, a los nueve años, salí del hospicio y me pasé a estudiar a la Universidad Laboral, porque mi madre, en una visita del ministro José Solís, se le enganchó a los pies pidiéndole que me admitieran. Interno estuve poco, porque pusieron autocares y regresaba a casa por las tardes. Y con 14 años me busqué un empleo en la tienda de repuestos donde había trabajado mi padre de chófer con don Pedro Guerrero. Como le seguían pasando el sueldo a mi madre después de muerto mi padre, yo entré a suplirlo sin dejar todavía la Laboral. Me gustaba estudiar allí, pero había muchas asignaturas y yo no daba para tanto, así que duré poco.

Buscavidas desde siempre, durante el día trabajaba en la tienda y de noche, mientras su madre limpiaba aquel Zoco inaugurado en 1956 por Antonio Cruz Conde como oferta de artesanía cordobesa y flamenco para el incipiente turismo, Rafael Rodríguez ayudaba poniendo y quitando las sillas. Así lo recuerda ahora, rodeado en este refugio amigo de la taberna La Fuenseca por las fotos colgadas en la pared y las que Merengue se ha traído de casa para mostrárnoslas. "En el Zoco había un cuadro flamenco, del que no era todavía mi padre, y entonces le dice mi madre: 'Pues yo tengo una guitarra de mi marido y me gustaría que el niño aprendiera'. Y Antonio Romera me pagó las primeras clases con Antonio el del Lunar. Ahí empezó todo".

--¿Y desde el principio se apodó Merengue?

--Sí, Merenguito, ja,ja, porque yo solo tenía 16 años. Lo heredé de mi padre, que había sido un buen aficionado a la guitarra. Por lo visto a todos los chóferes les ponían motes, y como él era muy buena persona, un pedazo de pan, le decían Merengue. En el Zoco toqué con las grandes figuras que venían de Sevilla, porque la Córdoba flamenca estaba medio muerta, había mucha afición pero poquísimos artistas. Había tres o cuatro guitarras, estaba el Tomate, Antonio el del Lunar y algunos aficionados, Chaleco, Fernando Ortiz, el de la taberna El Pisto... Todo flojillo. Por eso los cuadros venían de Sevilla: la bailaora Matilde Coral, el guitarrista El Poeta, venían los Brenes a cantar... Lo llevaba el empresario Pulpón, y luego mi padre se quedó con el negocio.

--En esto de los tablaos flamencos hay quienes piensan que solo son un teatrillo para el turismo. ¿Usted qué cree?

--Lo piensan porque hay mucho engaño por ahí, te lo digo yo que he trabajado entre otros en los de Barcelona y Madrid. Yo tengo un tablao desde hace 24 años, El Cardenal, en el Palacio de Congresos de Córdoba, y aunque dé cosa el decirlo, la gente me comenta: "Esto es flamenco y no lo que vi anoche en tal o cual ciudad". Porque yo procuro traer el flamenco más puro que hay; todos los artistas que traigo son premios nacionales.

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