"Va melón", fotografía finalista en el concurso Miradas Ciudadanas 2010 de la Diputación de Córdoba.
Mucho antes de que nuestro pueblo fuese conocido en toda España (y fuera de ella) por el cultivo del ajo, ya era famoso por sus sabrosos melones de secano. Y como prueba de ello son varios ilustres escritores los que mencionan fruto y pueblo en sus obras literarias o en comentarios, en base a lo cual podríamos hacernos una idea de los muchos años (siglos seguramente) que llevan los montalbeños especializados en el cultivo del melón, porque en aquellos tiempos no había internet, ni televisión, ni radio para difundir o dar publicidad a tal o cual producto…, si Montalbán se ganó la fama y el reconocimiento de todos por sus extraordinarios melones fue gracias al duro y emprendedor trabajo de tantos meloneros montalbeños, a la paciencia y a la constancia, el boca a boca hace todo lo demás, sólo hay que darle tiempo al tiempo. Me gustaría aportar que no sólo en Montalbán se cultivaba esta planta, sino que gran parte de la Campiña cordobesa ha sido tierra melonera de toda la vida, famosos eran los “melones de las tajadas señaladas” de Fernán Núñez y de Montilla, e incluso en nuestro vecino pueblo de La Rambla había una calle que antiguamente se denominaba “Calleja de los Meloneros”, aunque después, desacertadamente desde mi punto de vista, le trocaron el nombre por el de “Calleja de las Flores”. El historiador cordobés Luis Ramírez de las Casas Deza en su Corografía de la Provincia de Córdoba (1844), dentro del apartado dedicado a Montalbán escribe lo siguiente: “…//… produce trigo, cebada, habas semillas, pastos, hortalizas, aceite y abunda en melones especialmente de invierno, que llaman en el país “andregüelas” y tienen mucha fama…//…”. Esas andregüelas o andrehuelas son los famosos “melones de invierno” que se colgaban en el techo y que recibían este nombre porque se comían por San Andrés y aguantaban incluso hasta Navidad. El gran escritor egabrense Juan Valera también se acuerda de nuestro pueblo en su obra La Cordobesa (1872), donde puede leerse lo siguiente: “…//… ni carece tampoco, en la estación oportuna, de cerezas garrafales de Carcabuey, de peras de Priego, de melones de Montalván, de melocotones de Alcaudete, de higos de Montilla, de naranjas de Palma del Río…//…”, véase que el nombre de nuestro pueblo aparece escrito con “v”, costumbre que estuvo vigente hasta principios del siglo XX y que de haberse mantenido hasta la actualidad habría hecho innecesaria la coletilla “de Córdoba” al nombre de nuestro municipio para diferenciarlo del Montalbán turolense. El insigne poeta cordobés Pablo García Baena (perteneciente al grupo “Cántico”) en su libro “Los libros, los poetas, las celebraciones, el olvido” y en el apartado “Cantoral de Otoño”, nos dice lo siguiente: “Me han enviado de regalo desde la campiña de Córdoba unas andrehuelas. Los diccionarios dicen que las andrehuelas son cierta especie de melones, propios para guardar hasta el invierno, y algunos hacen derivar la palabra, como diminutivo, de sandía. Todos añaden que es voz cordobesa. Pero en el secano cordobés, y si sabrán en Montalbán de melones, la referencia es clara al Día de San Andrés, ofrenda tardía del otoño al apóstol. Es fruta pequeña y femenina y su piel tensa con arrugas suaves, su olor hondo y húmedo a cámara cerrada, su pulpa rosa hacia el ocre tumefacto aclaran ese instante de lo que fue goce de verano y ya inicia el derrumbe bello y casi carnal…//…”. Para terminar esta entrada quiero aportar la referencia literaria a nuestro pueblo y a sus melones que más me ha sorprendido; la encontré en internet y se trata de un comentario del ilustre escritor barcelonés y miembro de la Real Academia Española Eugenio d’Ors, el cual a mediados de los años 40 colaboraba con el periódico La Vanguardia escribiendo una serie de artículos o comentarios que se denominaban “Estilo y Cifra”, el martes 4 de septiembre de 1945 se publicó uno llamado “El Melón”, el cual, a riesgo de alargar más de la cuenta esta entrada, transcribo al completo por no tener desperdicio…, y dice así: “Que una diamantina y pura noche de diciembre siete millones de veces estrellada; que una idem de agosto con lluvia de estrellas incesante; que las cataratas del Niágara; que la «risa innumerable» vista por Esquilo en el mar; que Afrodita, o su equivalente sin velos, al salir de la onda tan campante; que el Etna en erupción; que las policromías del nácar irisándose en la perpetua congesta del Mont-Blanc; que la selva tropical con música sincopada de papagayos; que la caída carmesí de la tarde entre la negrura de los cedros del Líbano; que la Costa Brava de Pollensa o la Costa Brava de Bagur… ¡La verdadera maravilla de la naturaleza es un melón que haya salido bueno!. Es éste, por otra parte, uno de los pocos capítulos de la Axiología, o ciencia de los valores, en que la primacía de lo óptico desarma su jurisdicción. Eclécticos aquí como en parte alguna, reconocemos igual posibilidad de excelencia en un melón gótico u ojival que en un melón románico. Acaso, relativamente a aquellos que pudieran compartir con ciertas perlas, sus hermanas menores, la calificación de lo barroco, nos coloquemos aún en cierta actitud de reserva. Las mismas razones nos mueven a preceptuar el empleo, a despecho de novelerías y de modas, del delineador cuchillo, en vez de la apenas modelante cucharilla, para el tratamiento de la tajada de melón en la mesa. Si hubiese cuchillo de plata, se preferiría, es claro. Cuando no lo hay, alabado sea Dios. También nos mostramos tenaces en lamentar el error semántico de que, al melón (cuyo nombre específico empezaremos a escribir con mayúscula) sé le llame genéricamente «fruta», al igual que a toda esa bisutería mal pintada, a que se da el nombre de «cerezas», o que a aquellos oxidables artículos de escritorio, que por «peras» conoce el común de las gentes. No es que uno se oponga a que todo esto se coma, y hasta se pague. Mas, ¿por qué hacer color de comunidad con los productos egregios, que tamaño, estructura, protección de corteza, eliminable levedad de pipas, puntual dulzor, consistencia proporcionada, han adecuado tan maravillosamente al regalo del hombre…?. Bien se inventan títulos y calificaciones ostentatorias para los casos de agradecida excepción. A la langosta, se la pesca; pero se quiere, con llamarla «crustáceo», subrayar una distinción que impide confundirla igualitariamente con la muchedumbre ictiológica. Tampoco Wagner quiso que las invenciones de su música dramática se llamaran «óperas», sino, en ostentación de calidad, «dramas líricos». Al artillero no se le llama «soldado»; al jamón no se le llama «carne». ¿Que «rebelión de las masas» frutal despoja al Melón de la categoría que le correspondiera, en una hora en que, liberalmente, también a los cónsules se les titula de diplomáticos y a los socios de una joven cofradía bajo el patrocinio de San José de Calasanz se les prestigia de académicos?. Hay clases de clases y un espíritu de confusión en la jerárquica distinción puede llevarnos a muy lamentables errores. En un pueblo de la provincia de Badajoz, una familia, a los Melones particularmente aficionada, tenía en Córdoba un oficioso pariente, que se multiplicaba en lo de proporcionarle simientes para mejorar los cultivos que aquella familia intentaba, con resultados ordinariamente mediocres, en su huerto patrimonial. Los Melones de Montalbán, que de Córdoba no está lejos, gozan de una fama merecidísima. De pepitas de Melón de Montalbán fue, pues, el envío que aquel pariente diligenció en ocasión oportuna y, con todas las precauciones, se confió, en paquetillo, a Correos. Pero, al paquetillo acompañaba una epístola. En la epístola se detallaban, imprudentemente tal vez, las virtudes de lo remitido. Total, que, al verano siguiente, la familia se apercibió con grandes ilusiones a recoger lo sembrado tan privilegiadamente. ¡Ay, el resultado distaba mucho de aquéllas! En los casos mejores, era Villaconejos lo que lo recogido evocaba: Montalbán perdíase aún en la lejanía. Cuando más amarga era la decepción familiar, he aquí que, al honrado hogar extremeño llegan algunas singulares noticias. Un extraño fenómeno se había producido: todo el pueblo se hacía lenguas de la calidad extraordinaria de ciertos melones nacidos en la huerta de algún empleado de Correos. Este, secuaz probablemente de la ética que exalta el amor al oficio, parece que tenía la costumbre, sobre las cartas que llegaban a sus manos, no sólo de repartirlas, sino de concienzudamente leerlas. Los elogios prodigados a las semillas que transportaba, llamaron su atención. Poco poseído sin duda del Derecho Romano, con su distinción entre los objetos fungibles y no fungibles, debió de pensar, en su candor, que las pepitas de Montalbán podían substituirse con otras pepitas de Melón cualesquiera. Después, se le ocurrió por eso de que los errores se encadenan y el abismo llama al abismo, sembrar las pepitas de Montalbán en su propio huerto. Después de todo, el conflicto parece haber tenido, en la coyuntura, arreglo fácil. Sombrero en mano, el jefe de la familia frustrada fue a solicitar las pepitas de los Melones que se había comido el funcionario de Correos. Ojalá llegaran a arreglarse de igual modo, simplemente con un año de espera, muchos de los conflictos pendientes, acerca de las minorías étnicas en los Balcanes”. Ahí dejo el enlace de la hemeroteca de dicho periódico para quien quiera verlo tal y como salió a la luz en aquel día de septiembre de 1945.
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