Los jamones son cosa muy seria. Una buena pieza nos da la seguridad de que, durante unos meses, tendremos a nuestra disposición uno de los ingredientes más sabrosos que no precisan cocina. Jamones hay de muchos tipos y todos con notable prestigio. Uno de ellos, el de oso, ha sido cosa de reyes. El Conde de Barcelona, en una escritura de 1151, señala que recibía como tributo de los nobles del Conflent un jamón de oso. Lástima que tan sugerente pieza se haya perdido en el recuerdo de todos los osos muertos, el último del Guadarrama por obra del Rey Felipe II. Con el jamón, de cerdo ibérico o no, se soluciona el grave problema impuesto por los excesos, cuando volver a sentarse a la mesa puede resultar un martirio.
Comer algo entre dos rebanadas de pan determina dos actitudes gastronomicas distintas. Nadie piense que John Montagu, conde de Sandwich comía cualquier cosa entre los dos trozos de pan ingles que lo han inmortalizado. Un sándwich puede ser un regalo para los sentidos y un boquete en la cartera. Como muestra, queda el recuerdo de un bocata a base de caviar que se comía el industrial y rey de la especulación Muñoz Ramonet, del que se decía que “en el cielo manda Dios y en la tierra el señor Muñoz”. Era mil pesetas de los años sesenta, por un bocata de lujo con un punto de mantequilla irlandesa. Precisamente hoy el señor Muñoz es noticia en la prensa porque después de dos décadas de litigios, el Tribunal Supremo ha concedido al Ayuntamiento de Barcelona el legado de sus dos palacetes. Lo malo es que en este tiempo ha desaparecido parte de la colección de obras de arte, Greco, Goya, que poseía este millonario consumidor de unos bocatas de caviar que le servían las ya desaparecidas Mantequerías Leonesas.
La relación entre el pan con algo y los días duros queda explicita en muchos párrafos de novela negra. Los personajes de este tipo de literatura comen de cualquier manera. Raymond Chandler, en “El largo adiós” define con precisión el mal bocata: “comí un sándwich de pollo y bebí una taza de café. El café estaba recalentado y el sándwich tenía tan rico sabor como un trozo de tela arrancado de una camisa vieja. Los americanos comen cualquier cosa si esta tostada y unida por un par de palillos y tiene lechuga saliendo por los costados, preferiblemente un poco marchita”.
El jamón de cerdo ibérico es el antídoto caro del bocadillo basura. Para saber de jamón hay que afinar los sentidos, empezando por la vista, porque el color es importante y nos indica que tipo de vida ha tenido un marrano, de color negro retinto y de curiosas orejas caídas hacia los ojos. La libertad, correr debajo de los encinares y pelear por las bellotas con otros congéneres crea una aristocracia del cerdo, ya sea en Jabugo o en Guijuelo. Si el cerdo entra en montanera a los 14 meses, con lo que la carne ya esta hecha, presentara una infiltración de grasa adecuada. Al reducirse el contenido acuoso durante el curado, aparece una coloración roja intensa que, junto al veteado o marmorizado, es signo de calidad. Su mayor proporción suele aumentar con la edad del animal. Un mínimo de práctica nos enseña que existe una relación entre las vetas de grasa, el color, el olor y el sabor. Es fundamental averiguar si la pieza es de recebo, alias de un cerdo que, hasta los 80 kilos, ha comido pienso, rastrojo y pasto, y cuando ha llegado a los 120 kilos, se ha alimentado con bellota y hierba hasta ser un peso pesado de 170 kilos que ha terminado su cebo con pienso. Es mas barato que un ibérico de bellota, que en su juventud ha comido únicamente pienso, bellota y pasto, pero que ha conseguido los 180 kilos dándose el lujo de hierba y bellota. El llamado de pienso también es un ibérico que, al que tras una juventud en libertad, ha sido alimentado con pienso. Unos y otros no valen lo mismo, como tampoco son equiparables todas las ganaderías. Como en el deporte, en el mundo del jamón hay guijuelistas y forofos de jabugo. Unos y otros tienen razón, porque diferenciar lo mejor de las dos zonas no es una tarea fácil, aunque sea de lo más agradable.
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